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Vocación de barro

 

Ronda de ojos

en torno a la estufa de petróleo.

El anillo de fuego ablandaba el tiempo,

las sombras del apetito 

ascendían abrazadas al humo.

 

El hambre sazonaba la comida de mi vieja

cuando el tomillo huía bajo la puerta,

el arroz hacía fila temeroso de la lumbre,

agazapado bajo el tizne de un miércoles ajeno.

 

Las cucharas en el ombligo de la cocina

recitaban el concierto de la sopa,

hacían coro a la palpitación del viento

entre las tejas de zinc.

 

El amor paterno se incrustaba

con bahareque en las paredes del hogar,

crecía en el abrazo de la badea

en amalgama de casa y sombra.

 

Éramos un solo nudo

en nuestro nido de tierra,

temerosos de la lluvia que, a hurtadillas,

saltaba por las goteras

y nos cambiaba de color las medias.

 

El olor a tierra húmeda

nos abrazó por dentro desde niños,

estampó con su ocre coraza

la vocación de barro en nuestros pies,

nos dio una piel, un origen.

 

Aun debajo de mis huellas

el niño que fui repinta mis pasos,

me mira desde el fondo de mis días,

pronuncia mi verdadero nombre

hecho con sílabas de tierra

que no cabe en la palabra que me nombra.

 

Aún, junto a mí

siento a mi madre en su vieja máquina Sínger

cosiéndole sueños de racimo a los costales,

alejando las borrascas de mayo

con un cuchillo y un tenedor en cruz.

 

La veo multiplicarse en los platos,

convocarnos a la mesa

con su voz de arrullo,

y con sus manos de alfarera,

fabricarnos con el barro de nuestra casa.

En la cal de la cocina

 

Hace falta que mi abuelo

me hubiese enseñado el momento exacto

cuando la alcancía de la tierra

recibe las semillas del naranjo

o el grano del maíz

asciende hacia el alba de la cosecha.

 

En la oquedad de sus manos se durmieron

los misterios de la molienda, de la ubre,

el vuelo imprescindible de la pacora

en el vientre del cañaduzal,

y un millar de caricias perdidas

entre su orgullo de capataz

y mis infantiles pasos citadinos.

 

Hubiese deseado conquistar

con mis anzuelos el arrullo de su voz,

escuchar juntos el grito del azúcar

bordado con fuego en la pavesa migratoria,

ser agua en sus desérticos labios.

 

Ahora somos mapa de un continente lejano

dibujado con hollín en la cal de la cocina,

nos atraviesa la nostalgia hecha polilla

y el olvido se atreve a subir por su recuerdo

disolviéndolo de todos los retratos.

 

 

Bajo el abrigo del bahareque

 

Y si me enseñas a tejer barro con las manos

así como mi abuelo

(perdido ya en el tiempo)

construía con tus ojos

una colcha enorme de asombro,

cuando hilaba entre esterillas

la ocre piel de las paredes.

 

En los pliegues de mi infancia

el aroma del cagajón se impregnó

desde la frontera de tus palmas,

en las heridas abiertas de las paredes,

en el espacio tibio de nuestros sueños 

hasta abarcar todas las dimensiones del frío.

 

Yo aún no sabía

de la magia en el centro del barro,

de la luz enquistada

en el horizonte de una gota de sudor,

apenas vislumbraba en la sombra del bahareque

la dulce cosecha en las palabras de mi abuelo,

lejanas, desconocidas para mí.

 

Y ahora que todo está hecho,

que las manos mueren en mis brazos

sedientas de parir nostalgias,

ahora que los ojos temen el no verte

y cargo en el pecho las briznas acumuladas,

la ausencia de polvo en la mirada de mis hijos

y la voz de las paredes que me llaman.

 

Ahora y más que todo ahora,

enséñame, padre,

a tejer barro con mis sueños,

enséñame a encontrarme

bajo el abrigo del bahareque

con el infantil asombro asomado en tus pupilas,

con el nudo de nuestras manos

en el centro del tiempo

y con los labios enmudecidos de mi abuelo

hilando palabras en la ocre piel de los recuerdos.

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